sábado, 4 de abril de 2009

Pelaganchón


Cima de Pelaganchón

El brezo es una de las primeras plantas que brotan en estas tierras occidentales después de un incendio forestal. Cuando los incendios son reiterados y periódicos, las laderas terminan siendo un monocultivo de brezo, que con frecuencia alfombra inmensas extensiones de color uniforme. Como bien decía el Tsobu de Laciana en su blog, los brezales tienen un alto valor ecológico que, a fuerza de estar tan vistos y extendidos, olvidamos que pueden tener.


El mundo infinito de brezo en la subida al Pelaganchón. Al fondo, el embalse de Matalavilla


En el entorno de Matalavilla, hacia el norte y el oeste, los montes rezuman brezo. Han ardido en tantísimas ocasiones que, salvo algunas matas de roble acurrucadas en las vaguadas - y no en todas -, no alcanzamos a ver otra coloración que el de este arbusto. Mirando hacia el oeste en concreto, dos jorobas de similar altura se elevan de forma brusca. Desde el propio pueblo, no tenemos perspectiva de ellas, pero cuando bordeamos el embalse en dirección a Valseco, se ve claramente su forma diferenciada. La más sureña de ambas cumbres, que también es la más alta, es Pelaganchón, con sólo 1.487 metros de altitud, pero un buen mirador a las cumbres del entorno.


Casa de Ovidio y Elu, artesanos de Matalavilla

Llevaba ya algún tiempo intentando localizar un sendero de ascenso a Pelaganchón. En una ocasión di la vuelta casi entera a la montaña, por el camino que atraviesa el Monte La Cuba, pero no encontré ningún ramal que ganara altura hacia la cima. Desde lejos, con algo de nieve, por fin, percibí una leve línea que subía hasta bastante altura, partiendo desde el mismo pueblo de Matalavilla. Las fotografías aéreas del SIGPAC resultaron ser más claras aún, y en ellas se veía un trazo que llegaba prácticamente hasta la cumbre. Las fotos no parecían recientes, por la escasa calidad, y como en la cordillera Cantábrica, un sendero o desbroce que no esté frecuentado por el ganado en un par de años, se vuelve intransitable, esas fotos no eran totalmente de fiar.


Pelaganchón desde el final del camino, en la base de la montaña. No se ve un solo sendero desde aquí. Pero haberlos, haylos.

Grabando en mi memoria los puntos claves de la ruta, y haciendo un poco de trampa (metiendo algunas referencias en el GPS) salí de Matalavilla. Pasando por delante de la llamativa casa de Ovidio y Elu (Ovidio es famoso por sus tallas de madera y Elu por su telar totalmente artesano con el que realiza todo tipo de tejidos), el ancho camino sale del pueblo y comienza a ganar altura, pasando junto a un colmenar. A llegar al castaño de mayor envergadura de Matalavilla, muere. No hay ninguna pista de por dónde seguir. Gracias a la referencia metida en el GPS de un punto del sendero, lo alcanzo en línea recta. Desde el castaño no se tiene perspectiva. Es más, desde el pueblo de Matalavilla y la aproximación, no se ve en ningún momento el sendero de ascenso a Pelaganchón. Si no supiera que existe, hubiera dado la vuelta convencido de que era imposible subir.


Castaño monumental, en la base de Pelaganchón

El sendero está muy poco usado, y no creo que tarde más de unos años en desaparecer por completo. En algunos tramos, recorre una profunda zanja, que es la que se ve desde la distancia. El ramal directo para subir a la cumbre me lo paso de largo, invisible ya bajo el brezo. Me doy cuenta varios centenares de metros más allá, y decido continuar a ver dónde va el que estoy siguiendo, y buscarlo de nuevo al regreso. Estoy recorriendo ahora una variante que, en principio, y según las fotos aéreas, sólo llegaba hasta la vallina seca que hay a continuación. En esta vaguada resisten algunos robles, pequeños, pero muy hermosos; retorcidos, viejos, pero de poco diámetro. Son como bonsáis de roble, aunque de tres o cuatro metros de altura. Son casi tan llamativos como los grandes robles. Mirando el suelo, veo que crecen en una pedriza, y quizá por eso no han conseguido alcanzar mayor tamaño. Supongo que también el fuego, que ha empobrecido el suelo a su alrededor, les habrá impedido en alguna manera su crecimiento.


La pedriza que tapiza la única vaguada del ascenso, donde se agrupan los únicos árboles de la montaña, escapando de los incendios

El sendero atraviesa casi imperceptiblemente la pedriza y, más allá de lo previsto, continúa, de nuevo por el mar de brezo, hacia la loma que cierra la vaguada por el sur. No he dicho aún nada sobre el brezo en esta ruta. Desde que localicé el sendero por encima del castaño centenario hasta esta vaguada rocosa de robles tortuosos, fue una continua cubierta de ese verde del brezo, homogénea y fascinante cuando no hay absolutamente otro vegetal en derredor. Al llegar mi sendero a la loma, en pocos metros se difumina completamente y se termina. Pequeñas brechas en la maleza abiertas por animales salvajes me animan a seguir, creyendo que pueden continuar así hasta la cumbre, aún bastante arriba. Ya que he subido hasta aquí, no voy a dar la vuelta. Poco a poco, el brezo se cierra, asoman esos robledales jóvenes tan complicados de atravesar, y que me obligan a escorarme hacia un lado u otro, para no salir de un ya incómodo brezo, que no deja de ser la menos mala de las soluciones. La cumbre parece cerca, pero a la velocidad que voy, parece no llegar nunca. Si llego a saber que el tramo final iba a ser tan latoso, no hubiera cogido este ramal del sendero.


Otra vista del embalse, desde la ascensión a Pelaganchón

Al llegar a lo más alto, cuesta saber dónde está realmente la cumbre. Hay dos promontorios algo más altos que el resto del terreno, pero completamente cubiertos de pequeños robles. Hago cumbre en uno de ellos, el más despejado, pero me doy cuenta de que la cima está en el otro, que se me antoja una pesadilla para alcanzar, a menos que me convierta en ofidio para culebrear por entre los demasiado juntos robles. Hacia el lado oeste, donde se encuentre el Monte La Cuba, retorcidos robles como los que encontré en aquella vaguada, alcanzan casi la cima. Hay algo de nieve aquí arriba, que no se veía desde Matalavilla. El lugar es muy tranquilo. Las pedrizas de la cumbre, los fotogénicos robles-bonsái, y los casi 360º de panorámicas, convierten Pelaganchón en un lugar mágico. Un lugar para volver. Un lugar al que no debe de subir nadie, precisamente porque su poca altura, su aspecto soso, y su aparente falta de accesos, no invitan en absoluto. Pero su silvestre cima tiene algo que muchísimas otras de estas sierras no tienen. No sé lo que es, pero engancha.


La Mira (1.928 m., izqda.) y el Pico de La Turria (1.927 m., dcha.) desde Pelaganchón

De nuevo tengo que recurrir al socorrido GPS, esta vez para averiguar por dónde tengo que bajar. Desde arriba no se ve lo que hay debajo. La parte final es suave, y justo por debajo, las laderas ganan desnivel de forma demasiado abrupta. Si no se asoma uno al borde, es imposible ver nada. Pero claro, perder cien metros de altura campo a través en la dirección equivocada me da mucha pereza. Tengo una referencia del punto donde en teoría acaba el sendero normal de ascensión, según las fotografías aéreas. Pues bien, al llegar al supuesto punto, no hay nada. Tengo que seguir bajando, con una pendiente atroz, hasta que noto un poco de apertura en el brezo: no es un sendero, sino una especie de antiguo cortafuegos estrecho. De ahí la fuerte pendiente. Como está ya casi borrado por la maleza, es prácticamente como ir campo a través. Lo continúo como puedo hasta llegar a la parte alta de la vaguada que crucé en el ascenso, por el otro ramal del sendero. Al llegar a la pedriza que cubre toda la vallina, la nada. No se ve el trazo, ni tampoco al otro lado, donde el brezo levanta casi dos metros de altura. No me gusta esto. Es una trampa. Recorro la pedriza de arriba abajo un par de veces, buscando la brecha en la barrera vegetal del otro lado de la vaguada, pero sigo sin ver nada. Decido dirigirme hacia ella, y buscarme la vida como sea. Tengo toda la fortuna del mundo, porque justo alcanzo el buscado punto, muy disimulado, pero que en pocos metros abre a mi vista el tan ansiado sendero. Por fuerte pendiente de nuevo, bajo hasta el punto donde tomé el ramal de subida. No me extraña ahora no haber visto este recorrido de ascenso, porque los últimos metros han desaparecido ya a la vista.


Robles retorcidos en la cumbre

Intento encontrar ahora, por pura curiosidad, el inicio del sendero, al que antes llegué por las bravas desde el castaño centenario. Continúo unos metros desde el punto en que lo encontré, pero desaparece. De ahí, hasta el camino, hay un largo tramo en que no hay nada absolutamente, lo que quiere decir que sin saber que hay un sendero más arriba, es casi imposible encontrarlo, porque nada da a entender que vaya a haberlo.


Pico Braña la Pena (2.100 m., izqda.) y Pico Chao (2.046 m., dcha.) desde Pelaganchón. No son las nieves de este invierno, sino del anterior, muy pobre en precipitaciones

Esta ruta no es fácil de realizar. A pesar de ser de media montaña. A pesar de no entrañar grandes dificultades. Pero requiere de grandes dotes de orientación, incluso con la ayuda de referencias metidas en el navegador GPS. Eso, o ser de la tierra y haberlo recorrido en alguna ocasión. Si todo sigue igual, dentro de pocos años, el resto del sendero, ahora ya poco visible, desaparecerá completamente. Así que, amigo, si quieres gozar de las panorámicas desde la cumbre de Pelaganchón, mejor que subas pronto, o te espera una dura jornada de navegación en las infinitas aguas del oceáno del brezo.


Casa tradicional de Matalavilla, al borde del colapso



Mapa extraído de Google Maps con la ruta realizada en trazo rojo. Pulsar en la imagen para ampliar



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