lunes, 13 de abril de 2009

Babú, Tejedo y la sierra del Coto


Babú


El valle de Tejedo


La sierra del Coto

Lo excepcional de este invierno que acaba de concluir se percibe especialmente si lo comparamos con el anterior, donde la primera nevada no llegó hasta el mes de diciembre, y que no tuvo nevadas copiosas, salvo ya entrada la primavera. La única nevada de importancia de aquel ciclo, fue durante la Semana Santa del año 2008, tras la cual, algunos días después, se realizó la ruta que explico a continuación.


Peña de Valdiglesia (2.134 m., izqda.), la montaña más alta de la sierra de Gistredo, y Pico Braña la Pena (2.100 m., dcha.), vistas desde la entrada al valle que va bien a Pradera Rabón, bien a Prao Viejo

Al callejear por Salientes en dirección al camino que va a Pradera Rabón y Prao Viejo, me salió al paso un perro, un chucho más bien, de esos sin pedigrí ni nada que reseñar. Como siempre en estos casos, pensé de inmediato que venía a encarar al intruso que se había adentrado en su territorio. No fue así. Me permitió acariciarlo y, tras unos momentos de amistad, me despedí de él. O eso pensé. La cuestión es que decidió acompañarme a la salida del pueblo, y más allá. De cuando en cuando salía disparado monte arriba o monte abajo, sin saber yo muy bien el motivo de aquellas reacciones. En uno de sus arranques, vi a pocos metros de distancia de mí varios corzos, que parecían correr por sus vidas, con el perro detrás ladrando, y a velocidad máxima. O sea, que era eso lo que él andaba persiguiendo o buscando desde que salimos del pueblo.

En el mapa militar aparece un camino que abandona el principal, cruza el arroyo que viene de Prao Viejo, y se dirige hacia el pequeño valle de Tejedo, que es el barranco más meridional de la sierra del Coto, antes de que ésta gire hacia el oeste. Pero por más que miraba, no veía nada razonable que se pudiera seguir, aparte de que el profundo corte por donde baja el torrente, que ahí se despeña en sucesivas cascadas, no dejaba claro que ahí pudiera haber vado alguno. Al final, decidí dar un rodeo y atajar por las bravas, desde el tramo empedrado de calzada medieval que se dirige hacia Pradera Rabón, más arriba. Ahí la pendiente era formidable, aunque al ser casi todo prados para el ganado, se descendía sin mayor problema. Allí, delante de mí a poca distancia, un corzo me miraba fijamente. El perro, al que había bautizado como Troski - nombre por defecto que aplico a cualquier perro de nombre desconocido para mí- caminaba a mi lado sin haberse percatado de su presencia. Hasta que el corzo echó a correr, claro. Pero me chocaba cómo el perro era capaz de detectar otros animales ocultos para mí, y no ser capaz de ver a este otro, tan descaradamente próximo y visible.


Éste y otros árboles caídos condenan este camino a su fin, por falta obligada de uso

Después de bastante descender, alcancé un ancho camino, que se dirigía hacia el arroyo. Lo seguí, para ver si era el que supuestamente tenía que haber tomado al otro lado, pero al llegar al salvaje cauce, vi que ya no había paso razonable. Quizás lo hubo, tiempo atrás, pero ya no es una opción. Además, varios árboles caídos de este lado le auguraban un fin próximo, por falta de viabilidad. Decidí seguir en la dirección opuesta, a ver dónde me llevaba. Poco después, enlacé con un camino mucho más ancho, recientemente habilitado. Por curiosidad, lo tomé de nuevo en dirección hacia el arroyo, y para mi sorpresa, alcancé un puente nuevo de madera sobre él, y la continuación del camino hacia Salientes. Debía de ser aquel camino en bajada que salía del principal justo en la curva donde ya se enfila este valle, que luego se bifurca en el que va hacia Pradera Rabón, y el que pasa por Prao Viejo.


Aparentemente, un simple puente en mal estado de tantos que uno cruza en su vida


Visto desde aquí, ...¡ostrás, Pedrín!


Ya a salvo, en el otro lado, confirmo mi sensación: no es ya sólo el batacazo contra el fondo, sino el que el agua me hubiera arrastrado cascada abajo

Viendo ahora que ya estaba en el buen camino, regresé al punto anterior, siempre con el perro como compañía. Frecuentemente él desaparecía de mi vista, a recorrer mundo, pero minutos después lo volvía a tener a mi lado. Ya empezaba a desear que en alguna de aquellas incursiones tras-corzo no volviera, y tomara el camino de vuelta a Salientes. No me quería hacer responsable de aquel perro, por lugares que todavía no conocía. El camino nuevo enlazó con el antiguo, menos cuidado, y poco después me enfrenté a otro de los retos del día: un viejo puente de madera, con algunas vigas ya caídas, sobre el rugiente arroyo de Pradera Rabón. Había una alternativa, en el propio camino, pero con tanta agua era imposible el vadeo sin mojarse los pies. El puente, unos metros más abajo de la curva, invitaba aún menos. Era muy peligroso, porque si cedía bajo mi peso, aparte de romperme una pierna - o las dos- el torrente igual me arrastraría, en el tramo de cascadas que había justo debajo del puente. Di varios fuertes pisotones en el inicio del mismo, para comprobar su resistencia y, con el bastón, golpeaba fuertemente los puntos donde iba a apoyar los pies, para saber dónde me estaba metiendo. Cuando estaba a la mitad, ya no quedaba más remedio que continuar. Desde luego, si ese día tenía que regresar por allí, por nada del mundo lo haría por ese puente. Pero, como estoy aquí escribiendo, es evidente que el puente no cedió a mi peso.


Penetrando ya en Tejedo

El camino se iba estrechando más y más después del cruce del puente, y en un lugar había desaparecido por completo por culpa de un desprendimiento. Después, ya penetrando entre los piornos, se convertía en una tenue senda que, al llegar al fondo del barranco, desaparecía totalmente. Era un barranco hondo, con dos regueras casi secas que confluían justo ahí. No había rastro de senda por ningún lado. Ni perspectiva alguna de la montaña, tan encajonado como estaba. A la izquierda, un bosque de roble, que no invitaba para nada ir en esa dirección. De los tejos que dan nombre a este valle de Tejedo, no fui capaz de localizar ninguno. Seguramente, ya ni existen. Había otras dos alternativas: una, recorrer la orilla norte del torrente más marcado, pero viéndomelas durante una distancia indefinida con la maleza; otra, atacar el espolón calizo que separaba ambas vaguadas, que apenas tenía vegetación.


Llegando a la cabecera del valle, poco antes del fin del sendero. Desde aquí ya no se tiene perspectiva de por dónde continuar

El perro, desde hacía un buen rato, no se separaba de mi pierna. A veces, incluso, estaba a punto de hacerme caer, y en los pasos delicados, yo hacía que pasara delante de mí, para evitar percances. Me pregunto si estaría ya detectándolos, oliéndolos, sintiéndolos. No muy lejos de allí, el verano anterior, me encontré uno. No es un lugar especialmente abundante, pero siempre que paso por la sierra del Coto encuentro excrementos o huellas. Este perro, caminando solo por aquellos andurriales, no iba a durar vivo mucho tiempo, si le localizaran.


Bonita vista de la Peña de Valdiglesia desde El Caliar (el tramo calizo de ascenso al collado)


La visión de alta montaña más espectacular del Alto Sil: las caras norte de la Peña Valdiglesia, Pico Braña la Pena, con sus paralelas crestas, y el Pico Chago, -el más bajo de los tres y con vértice geodésico, a su derecha

Comencé la parte más dura del día: la subida por El Caliar, ese pequeño tramo calizo, que es continuación natural de la franja caliza de mármol que procede de Cerredo, y que aparentemente termina en Cuevas del Sil y Mataotero. Hay algunos afloramientos posteriores, también en esta dirección, aunque éste parece ya el último hacia el este. La ventaja de este paraje es que apenas crecen en él unas briznas de hierba, y se avanza bien, a pesar de la fortísima pendiente. Cerca ya del collado, aparecen los primeros neveros. No recuerdo el nombre del collado, que me dijo Celia, de Salientes, y que debo tener apuntado por ahí. Desde él, se da vista a la Braña de Zarameo, con sus casi 20 cabañas reconstruidas, y otras 10 aún en ruinas. En el collado, la nieve estaba durísima, y el mismo perro, a pesar de sus cuatro tracciones, perdió pie. Tuve que llamarle para que dejara de descender en dirección a la braña, imaginándomelo despeñándose ladera abajo.


Brañas de Zarameo desde el collado


La Peña Carnicera

La verdad es que era una responsabilidad llevar a aquel perro conmigo. ¿Y si decidía irse a dar una vuelta por ahí, luego no era capaz de encontrarme, y quedaba allí perdido a merced de los lobos? Yo no le llevé hasta allí, pero ahora era mi responsabilidad devolverlo a Salientes sano y salvo. Ya habíamos pasado el peor tramo del recorrido, y lo que quedaba ya me era conocido, de otras jornadas. La verdad es que el bicho me había hecho mucha compañía, y aunque nunca contestó a mis palabras, estuvimos de conversación (monólogo) buena parte del día. No es que sin él me hubiera sentido solo, porque ya llevo muchos años yendo solo al monte, y me gusta, pero ahora que le tenía conmigo, me parecía que sin su compañía aquella ruta hubiera sido muy solitaria.


Babú, que aquí no se separaba de mí, caminando junto a las huellas recientes de un lobo

En el collado decidí hacer la primera parada para comer algo. Algo de queso, unas galletas, y fruta. El perro estaba sentado a mi lado, seguramente hambriento, pero ni me miraba descaradamente, ni hacía ademán de esperar algo de comida. Era un magnífico perro, la verdad. Le estaba cogiendo cariño. Aunque sólo llevaba comida para mí, sin que me fuera a sobrar nada aquel día, le di una parte de ella al perro. No sabía si a media mañana lo lamentaría, con protestas estomacales, pero sentía que no podía hacer otra cosa. Comió lo que le di, con fruición, y en ningún momento se envalentonó para pedirme más. Con un perro así da gusto, la verdad.


Llegando al collado donde abandonaremos la sierra del Coto, antes de la Peña de Buxiane. En la lejanía, el Cornón (2.188 m.), máxima altura del Alto Sil


Vista atrás desde el mismo punto, hacia el tramo de la sierra del Coto recorrido

Enfilamos el cordal de la sierra del Coto en dirección norte, ya con nieve de forma permanente en el suelo. Las vistas sobre el macizo de Valdiglesia eran fantásticas, y atraía mi mirada más que cualquier otra montaña del arco que en 360 grados alcanzaba a ver desde allí. Aparecieron las primeras huellas en la nieve. Eran de esa misma noche. Junto a ellas, las huellas del perro, primo hermano suyo, de nuevo pegado a mi pierna como con pegamento. No andaba él desencaminado con sus primeras intuiciones. Los lobos andaban por la sierra.


De vuelta en terreno más humanizado. Corral en las proximidades de Pradera Rabón

Llegamos al siguiente marcado collado, antes de la peña caliza de Buxiane, donde decidí girar hacia el este y bajar por el pequeño barranco hacia Pradera Rabón, ya para volver a Salientes. El descenso es fácil y meteórico, y en unos minutos alcanzamos el fondo del valle. Unos caballos que allí pacían pusieron en ebullición la sangre del perro, que salió a por ellos emitiendo ladridos, persiguiéndoles un buen trecho. En el primer vadeo de arroyo que hicimos, el can se tumbó en todo el medio, a pesar de lo gélido de sus aguas, regodeando allí el tiempo que consideró menester.


Una merecida zambullida

En llegando a Salientes, por el mismo camino por el que habíamos partido hombre y fiera, una vecina con muletas hacía el itinerario de regreso. Pasó a su lado primero el perro, ante lo que la mujer exclamó:

- Babú, ¿dónde andabas?

Al poco alcancé también yo a la anciana, Delia, que entabló larga conversación conmigo. Sí, el nombre del bicho no era Troski, como yo ya me imaginaba, sino Babú.

- Es de Antonio y Mónica, los de la casa rural

Fui a la plaza a por el coche, y Babú, en vez de quedar con sus dueños, que asomaron a la puerta cuando yo pasé, me acompañó. Una vez que arranqué el coche, Babú se plantó delante, y no me dejaba avanzar. Poco a poco, fui moviendo el coche, con él siempre delante. Debía de saber que cuando alguien se introduce en esas grandes máquinas ruidosas e impenetrables, se va y ya no se sabe cuándo volverá. Ya al final del pueblo, en un descuido suyo, aceleré y le dejé atrás, mientras veía por el retrovisor que se quedaba mirando mi coche escaparse.


Aún recorreremos los montes otro día, ¿eh, Babú?

Cuando llegué a casa, puse una foto de Babú de fondo de pantalla en mi ordenador. Siempre que voy por Salientes, busco con la vista a Babú. En otra ocasión, me volvió a acompañar, con su hermanastro Brown, en una de esas jornadas extrañas en que doy vueltas y más vueltas, para no llegar a ninguna parte.


Mapa extraído de Google Maps con la ruta realizada en trazo rojo. Pulsar en la imagen para ampliar



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3 comentarios:

  1. Una bonita historia la que nos relatas en esta entrada, especialmente por el cariño y la dulzura con que cuentas los avatares de Babú. Que pronto podamos disfrutar de una nueva ruta en su compañía.

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  2. Buff, has conseguido mantenerme con la intriga hasta el final. Sin duda, cada vez que se introduce al lobo en cualquier relato nos invade ese miedo atávico que tenemos incrustado en lo más profundo de nuestro ser y que, lamentablemente, tanto daño le ha hecho a este emblemático animal.
    Como siempre, extraordinaria la narración.
    Saludos matacaneros

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  3. Enhorabuena por la historia, y por la aventura. Así narrada hace que te quedes pegado hasta el final.

    Un saludo.

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